Goyo - 2007-06-22 00:00:00
Nuestra mirada intelectualiza con excesiva frecuencia la rotundidad de la obra de arte. Quiere ir más allá de la forma que queda en la retina, pretende construir un universo o una utopía a partir de ella, lo cual no digo que sea válido aunque no siempre, en todas las ocasiones.
En esta obra, por el contrario, el artista sólo desea que nuestros ojos queden cargados con la melancolía que irradia la figura, con la emoción que enerva con ese magisterio del color, con esa magia de las formas que se extraen de su propia contextura geométrica, a las que únicamente hay que darles vida desde dentro hacia fuera.
No hay que buscar una explicación a que sólo una parte del rostro exprese lo que sería una faz completa, a que la ternura contenida en las dos manos, una blanca y otra oscura, sea el símbolo de miles, a que haya una fusión alegórica del mestizaje.
Cuba, cuando amanece, lo hace así, con las tonalidades y pigmentación de esa visión, dulce y triste del trópico caribeño, donde se mezclan sangres, razas y vidas.
Es una obra cuya plasticidad se percibe de manera inmediata y que deja un agradable sabor en la contemplación del espectador, que intuye una fuerte voluntad estílistica en recrear una geografía humana que le es tan íntima y cercana.
Este pintor reúne una impronta y un sello personal que siempre sabremos identificar.
Enhorabuena.