Los rostros han sido siempre los grandes enigmas de lo humano en el arte, el cual ha desplegado en todos los siglos toda su pericia para descifrar su plasticidad conforme a las distintas vertientes desde las que ha sido abordado: la naturalista, la idealista, la expresionista, la cubista, etc.
Y es además en esos rasgos donde supuestamente radica lo que lo identifica, lo que se percibe como una forma imaginaria de participar de la divinidad, de la creación, de la inteligencia de lo cósmico o universal.
Esta pintora, con una fuerte a inclinación a revelar otros diagramas de esas facciones, el misterio, la ira o el sufrimiento que hay detrás de ellas, propone unos patrones muy singulares y personales sobre como en ella se expresan, adquieren contenido y plasticidad. No podría ser menos si se quiere aportar nuevos hallazgos en la definición de esta materia.
Y respecto a su impacto visual y emocional, esos rasgos evocan a esos viejos débiles e impotentes que se transforman en fantasmas terribles a los que las creencias primitivas consideraban malignos. En todo caso, se postulan como una realidad que sentimos en nuestra mirada porque con los ojos queremos cerrarnos a ella.
Son iconos perturbadores, inquietantes, cuya habilidad y maestría en la constitución de su forma se apodera de nuestra capacidad de ficción para hacernos inteligible lo que al principio, cuando nos encontramos con ellos, es pura alucinación.