Goyo - 2007-04-13 00:00:00

Decía Julian Bell que, con frecuencia, en nuestra imaginación la narración en la que vive una figura es más importante que el espacio que la habita.

En este caso, por el contrario, el espacio, su envoltura vaporosa y volátil, es el que nos introduce en la esencia del icono. Enfatiza la dimensión irreal de la que emerge, hace que su estatuario perfil, casi hierático, conforme una disposición misteriosa, una efigie que delicadamente asoma para conturbarnos con una presencia entre la magia y la ensoñación.

Bien es cierto que hay una depuración de formas y modos renancentistas en la concepción, un homenaje a ese tiempo en que la pintura se hacía carne, pero al mismo tiempo un deseo inequívoco de perfilar otro imaginario, que no es tanto una evolución en el tiempo como una interrelación de la experiencia estética con la materia de los sueños.

Es una obra muy lograda, con las tonalidades propias de un fresco romano, produciendo con ello un contraste entre lo que estaba y lo que ahora se descubre.  

Es pronto para saber si el desarrollo de esta resolución pictórica nos deparará más emociones aunque no cabe duda que ya recorre ese camino.