Goyo - 2007-03-08 00:00:00
Hasta el siglo XIX el paisaje pictórico era una transcripción más o menos fiel y descriptiva de un fenómeno geográfico o incluso atmosférico. Su valor radicaba en el virtuosismo plástico y técnico para captar ese panorama. Todavía hoy se cultiva profusamente y trata de ser un reflejo de las características y singularidades de las tierras, mares y cielos de zonas geográficas, países, regiones y continentes.
Sin embargo, a lo largo del siglo XX, el enfoque cambia, se transforma, especialmente como consecuencia del impresionismo y Turner, y se centra en tomarlo como pretexto para la consecución de otras metas. La razón es que a partir de ahora se buscan los rasgos y atributos que subyacen debajo de esas representaciones con el fin de sintentizar y esquematizar su estructura y organización, casi como si fuese un estudio geológico.
En ese proceso se llega a dar vigencia a nuevos valores plásticos y estéticos, de acuerdo con los cuales el paisaje es una síntesis, que es la que lo cimenta en capas de color que se amalgaman, se ensanchan o se estrechan, se difuminan o se concentran, se entremezclan y se influyen, hasta lograr un conformación que nos permite adentrarnos en su densidad y emocionarnos ante una nueva realidad.
Este cuadro es un exponente vibrante, casi melodioso, de esta nueva concepción, basada en el espíritu y no en la carne del paisaje. Incluso podemos sentir que hay una contraposición simbólica emanada de la selección cromática entre tierra y cielo que todavía hace más rotundo el encuentro de ambas masas.
Una muestra de evidente significación y muy apreciable.