Desde el balcón
que daba al malecón
veía cada mañana
los peces de La Habana
bailando con la historia un guaguancón.
Y en el hotel
el mundo iba al revés,
y el siglo en camiseta
regaba las macetas,
y en cada bicicleta caben tres.
Y la noche insensata
con sus ojos de fuego
negros, como dos perlas de carbón,
provocándome al juego
tropical y pirata
de la gata mulata y el ratón.
Y en vez de las respuestas que buscaba
un ciclón de preguntas me esperaba,
y en el desván del alma de la gente,
dormía Silvio soñando con serpientes.
Y a las barbas de la revolución
les salían más canas cada día,
y el mañana era un niño que mentía,
y todos se llamaban Robinsón.
Y el cuerpo al sóngoro cosongo.
Songo de Changó, songo de Martí.
Que no pare el sóngoro cosongo.
Con el corazón yoruba lucumí.
¡Que siga el sóngoro cosongo!
Sígueme, sígueme.
Me pone negro el sóngoro cosongo.
Para que lo baile el negro Milanés.
Mire usté.
Desde el balcón
la calle era un danzón
y el cielo una acuarela
manchada por las velas
de las tres carabelas de Colón.
Y en este hotel tocó Beny Moré
la noche que Al Capone
perdió los pantalones
a la ruleta rusa con Fidel.
Y las viejas banderas
llamando a las trincheras
desde el mural añil de la pared
donde una mano ha escrito
"Haydée, te necesito"
sobre la boina mítica del Ché.
Y nos bebimos todas las cervezas,
y besamos a todas las cubanas,
y el chulo de las musas de La Habana
llevaba una manzana en la cabeza.
Y el Caribe embestía contra el hotel,
y demasiados sueños dependían
de la buena o la mala puntería
que tuviera aquel día Guillermo Tell.