El arte visoria de Rosique se nos entrega como un sistema cerrado y abierto. Cerrado en ocasiones a un acceso inmediato, y regularmente abierto en la exteriorización de sus problemas. A las implicaciones de esta dicotomía responden los dilemas que depara la obra. Por un lado la redacción de un mensaje nítido, sin interferencias; por el otro los dígitos o las letras de un sintagma presuntamente revelador, pero indescifrable de entrada. Lo mismo para con las imágenes: por un lado el acercamiento a una silueta insospechada o un contorno subliminal, por el otro la reconocible gravitación del objeto temático. Lo importante a destacar ante el relativo aire de incomunicación del cariz verbal es, como lo insinuamos arriba, el impulso agotador de la vertiente gráfica. Rosique intenta fatigar con su cincel de tinta cada rincón del folio. La placa se atiborra. Los blancos cumplen la función de una ausencia significativa, parlante, al contrastar con la proclividad de ocupar al máximo la extensión pictorizable en que se colma el explosivo anhelo de gritar a los cuatro vientos la develación de una certeza.