Goyo - 2006-11-10 00:00:00
En este lienzo hombre e instrumento musical son objeto de una metamorfosis, en la que una cabeza pierde su condición humana para convertirse en el ojo ferozmente divino de la música.
El pintor ha dejado que la composición y el espacio impongan sus reglas, se ha visto dominado por la visión de esa transmutación cuya crueldad no deja de asombrarnos hasta que llegamos al convencimiento de que se produce porque la música no se oye, de que este ser es incapaz de crearla, sólo quiere destruirla.
Y esa incomunicación e impotencia la sustituye por su transformación en un ojo que nos quiere arrancar un aullido de angustia.
El color blanco de fondo revela el espacio de la nada del cual surge el negro de la muerte y el rojo de la sangre. El instrumento no tiene ni siquiera cuerdas porque no las necesita, tampoco el rito ancestral del fin.
Este pintor, de gran sensibilidad y sensualidad, practica un abierto mestizaje, el que viene de la exaltación de la vida al desmadejamiento de la muerte, de la risa a la incomunicación, del diálogo a la destrucción.
Es un pintor de seres, de criaturas, con los que construye alegorías y símbolos, con los que pinta sus propios fantasmas.