De Humberto se puede decir lo mismo que de Auguste Renoir, es un gran colorista y maneja los pigmentos con su misma voluptuosidad.
Y como sólo pinta cuerpos, podemos afirmar que es un heredero de los griegos, para los cuales y desde entonces el cuerpo humano ha sido el arquetipo de forma ideal: una imagen-resumen del mundo, una metáfora del Todo que es la naturaleza. Durante siglos, el arte hizo de él un depósito donde contener la experiencia humana en todos sus estados: energía, deseo, angustia, drama (María Bolaños).
Clark nos recuerda que en el desnudo estamos nosotros mismos y nos suscita recuerdos de todas las cosas que queremos hacer con nostros mismos.
Este cuadro es parte del estuario de esta tradición, la que alcanza a la experiencia íntima del propio cuerpo, la que hace visible en su rostros sensitivos la vivencia de su carnalidad: especie de ensimismamiento complacido.
No embetuna ni ennegrece, aclara las tonalidades para plasmar el éxtasis de la sensualidad, el gozo y el deleite, aunque las facciones ruegan al espectador que haga tocar la música que estas nereidas llevan tatuada en sus miembros, pues sólo así recuperarán toda la intensidad de la danza que están bailando.
Un lenguaje muy personal que hace que la poesía se transforme en lienzo, que la plasticidad que emana de la obra sea la estrofa de una oda al cuerpo.