Hasta en una materia tan modesta como la arcilla se encierran energías latentes, formas potenciales, valores, imágenes de leyenda, que están al alcance de aquel creador que sepa sacarlos a la luz en toda su realidad escultórica.
Bragado es un artista que apela a la virtud del trabajo y la inspiración para encontrar esa hechuras, esos modos, que le permiten abrir lentamente un resquicio que pueda desembocar en la aparición de esos tótem o ídolos que primero nos ciegan por su solidez, su vigor y su fuerza, su resurgimento de un pasado ancestral, mítico, que siempre nos ha subyugado.
Y segundo porque la corporeidad y el volumen de esta obra conforman una figura en la que la monstruosidad palpita, se hace humana, se refleja en nuestro propio ser. Nos deja con esa sensación de horror y misterio ante lo todo lo que supuestamente tiene una dimensión física que nos rebasa.
Por lo tanto, tiene el acierto de situarnos en un espacio compartido con una efigie que plantea otra estética, a la que le debemos el estupor de su presencia, que es una forma de decirnos que también es la nuestra y que además es símbolo telúrico de fortaleza, energía y tiempo, el que ha necesitado para ser extraída de las entrañas de la tierra. El artista únicamente ha precisado penetrar esa corteza con aliento creativo para moldear aquello que siempre fue y seguirá siendo.