Goyo - 2007-10-19 00:00:00
Humberto, más que nunca en este cuadro, reivindica las raíces de su herencia cultural y antropológica. El Caribe es una mixtura de encuentros estéticos que se autoalimentan, se enriquecen, desarrollan modos y maneras plásticas que conjugan la vitalidad con la elocuencia, la luz con la negritud, el drama de la cotidianedad con la alegría de un espíritu indomable.
Esta obra trata de reflejar ese ideograma sobre la fisionomía de unos rostros y unos brazos y manos que se expresan con un llamamiento. Diría que es una representación interactiva en lo que tiene de gestual, de teatral inclusive, máxime cuando un mínimo de definición abarca un máximo de proyección.
El misterio, quizás, radique en que esos semblantes máscaras tienen todo un legado detrás suyo, es como si fuesen viajando en el tiempo hasta llegar al momento presente para dar fe y constancia de que todavía existen, que se transfiguran, que se metamorfosean, con el fin de que no se pierda su memoria.
Por eso, esa transmisión se hace entre luces y sombras, en un plano que se acerca hasta el espectador para que se adentre en ese imaginario, conviva y se comunique con él, establezca una relación condensada con esa alegoría que abarca esclavitud, opresión, hambre, adoración y muerte.
No estamos ante una obra insólita pero sí ante un quehacer en que la habilidad técnica está al servicio de un proyecto de sólida trascendencia, de hondas resonancias, incluso de sorprendentes revelaciones. Ante la que es fácil sumergirnos y que nos desnude a través de las emociones que nos suscita.