Foilán baja la linea del horizonte para que tengamos más fácil su invitación a penetrar en un desierto amarillo poblado de caracoles fosilizados y sojuzgado por un firmamento estrellado cuya cópula refleja la inmensidad de nuestras soledades.
Espacios inmensos nos sobrecogen según nuestra mirada avanza sobre el plano, como si compareciésemos ante un tribunal inmisericorde, implacable, que nos condena a un vagabundeo en el vacío estelar.
Sin embargo, la mirada, en un esfuerzo por encontrar a otros ojos, otras soledades, percibe esa referencia mítica de una Venus pastora y agricultora que en lugar de un mastín se ve protegida y acompañada de un rinoceronte, el cual conforma y convoca, en esta tesitura, a otro ser mítico. Una pareja asimétrica, muda de silencios, que simplemente se incorpora como iconos de nuestro pasado y señales de nuestro futuro.
El lienzo, dentro de su hermetismo, nos proporciona claves que disfrutamos desentrañando mediante esa intimidad que nos exige, las hacemos nuestras si bien en paralelo al despliegue pictórico que nos proporciona el ámbito físico del cuadro, y principalmente a su belleza, que podríamos considerar crepuscular o fruto del nacimiento de una leyenda que tiene mayor significación en la pintura que en la escritura.
El pintor, sin duda, antepone el punto de fuga a la figuración concreta que la esquina en la izquierda, para que en ningún momento haya duda que la vastedad infinita se esgrime como una categoría plástica que encierra vacío, dudas, desorientación y necesidad y sed de alcanzar otros estadios, otros territorios, donde haya una luz y un mito que nos conforte.
Obra inteligente y perteneciente a un imaginario muy concreto, nos emociona desde la óptica de nuestra propia insignificancia y vulnerabilidad.