Cruz-Calonge transforma lo real según el resultado que su gran capacidad plástica le proporciona y lo que una elección determinada del método creativo le exige: un trabajo en que cada obra es un experimento. Es decir, alienta en él más la predilección por el instrumento y los procedimientos.
De ahí deriva su ansia de iniciar distintos rumbos, diferentes rutas, entre el informalismo, el surrealismo, Miró, lo figurativo, siempre investigando aquella que pueda facilitarle una pista por la que confluir hasta la consecución de su obra definitiva.
Bien es verdad que tal afirmación es fácilmente aplicable a otros artistas, pero no por ello es menos cierta en este caso.
Su preferencia por el acrílico denota una pasión más allá de sus posibilidades en el procedimiento a emplear, revela una voluntad de estilo más allá de su oficio, y confía en ese potencial para imprimir un cauce de mayor libertad a su pintura.
Por consiguiente, se percibe un cierto furor inventivo, una idea panteista de la materia, una inundación de fuego, la frecuencia de signos y tachaduras, profusión de blancos y negros, un informalismo extraído del subonsciente, una figuración -ojos, rostros, etc.- que intenta asomarse a ese mundo informal para humanizarle o satanizarle, una luz cuya intensidad deslumbra, etc.
Y por último, es una pintura que forma parte de la dramaturgia estética española, tiene ese fuerte enraizamiento.
No obstante, le queda mucho todavía aunque si persevera llegará.