zuritzg - 2008-07-25 00:00:00
Hola Rafael! Cuánta expresividad has sacado del hierro, casi lo puedo escuchar gritar.Te felicito!
Gustavo
sonisol - 2007-10-06 00:00:00
Tu Inspiracion, nos obliga a mirar al otro lado de la racionalidad y la materia,permitiendo vislumbrar el espiritu. Felicitaciones,maestro.
david3142001 - 2007-07-06 00:00:00
Magnífica obra. Me encantaría verla en vivo, tocarla, olerla,... Expones en Almería, Granada o Jaén proximamente?. Gracias por crear. Saludos.
Goyo - 2007-06-20 00:00:00
Pons-Tello nos ha ofrecido un comentario perfecto para ilustrar una obra de tal dimensión, que no requiere etiquetas sino una nueva forma de ver y significar a tal creación en el marco de un espacio y tiempo concretos.
Y a este respecto viene a confluir la evocación de una palabras de Víctor Serge en su libro "Los años sin perdón":
"Su poder no es el de expresar el sueño, sino el de lograr la síntesis de un sueño de edad de oro y una realidad depurada: de esta forma encuentra la maravilla de lo verdadero. Un rostro tiende a realizar un arquetipo dado por los milenios mismos que han refinado la cara humana. El rostro material condensa, al haberlo obtenido en una lucha con el espacio, las contusiones, las deformaciones, las taras, los trastornos del barro-carne, y todas las expresiones miserables quedan allí adheridas".
Pons-Tello vislumbra lo de su tortura y sufrimiento interior, lo que no es óbice para percibir su erosión exterior, su deformidad genética y existencial.
Por lo tanto, este busto es un símbolo de una destrucción, la destrucción que engendra una realidad particular elementalmente próxima a lo irreal.
Y volviendo, como colofón, a Víctor Serge, se trataría de una inmensa pesadilla auténtica.
Impresionante.
Pons-Tello - 2007-06-20 00:00:00
El cuerpo ya no es el templo del yo estable, sino el lugar donde se originan las mayores transformaciones. No hay control sobre los acontecimientos. La identidad, en evolución constante, queda cuestionada ante el sufrimiento del cambio cruel y la constatación de un destino efímero. El rostro regresa a esa animalidad de la que quizás nunca debió salir. La cabeza es un amasijo de ideas, un grito mudo de terror y de esperanza incierta.
No hay nada que esperar. Sólo las consecuencias irrevocables de la metamorfosis. Así la como la crisálida revienta para dar paso a un ser de vida demasiado breve, la persona descompuesta, inacabada, se debate en su propia fragilidad, en su propio aspecto larvario que le conduce a un camino tortuoso y sin retorno.
El dolor esculpe la expresión con su cincel de bisturí quirúrgico. Disecciona la memoria, los momentos, las emociones y los convierte en pura distorsión facial. La boca, los ojos, devienen agujeros cósmicos, abismos insondables donde el alma se precipita hacia las más angostas profundidades. Sartre decía que “el infierno son los otros”. Rafael Piedehierro, en esta potente obra, parece afirmar que ese infierno late como un corazón de llamas en nuestro propio ego.
Morir abrasados por nosotros mismos y renacer periódicamente. Cumplir el ciclo: terminar para volver a empezar. Burlar las rutinas de la mirada y los convencionalismos. Romper los esquemas, aunque sean suaves y confortables como capullos de seda, y arriesgarse a asumir una nueva transformación, una de tantas, a la búsqueda de esa difícil identidad.