Goyo - 2007-05-22 00:00:00
El artista nos sitúa ante un campo intemporal pero tangible de fuerzas. Los cuerpos, mancillados con un expresionismo que nos angustia, se transmutan en significados.
Y a partir de ahí nos envuelve una escena de martirologio que respira un denso colorismo que todavía hace más palpitante la representación.
Fruto de toda una iconografía que se remonta a la pintura religiosa medieval, impregnándose del realismo expresionista procedente del norte de Europa, esta obra, que a su vez absorbe la impronta lumínica latina, enmarca un patetismo que tiene la intención directa de involucrar y atrapar nuestra mirada en la desnudez inmediata, física de ese primer plano, base culminante de los otros dos, en el desemparo y fragilidad de nuestra propia condición.
Han desaparecido los rasgos, solamente quedan seres como vestigios del horror, víctimas impotentes, profanas, rotas.
Lo que también llama la atención es que obra no guarda coherencia con el resto que expone en su página; es como una llamada que el artista ha sentido y como si se le hubiera desgarrado la respiración en el momento de concebirla.
Obra de fuerte impacto, con un personaje sobre el que gravitan hábilmente los distintos planos del lienzo hasta tejer una sinfonía de pasión, la que aureola una soledad no compartida.