Carlos Gamez de Francisco y el don de la pintura
25 de Marzo del 2009 a las 05:42:44 0 Leído (855)
Su rica imaginación, la complejidad de su pensamiento, unido a su facilidad para dominar la técnica y a su terca autodisciplina, parecen condenarlo al éxito, asegura el especialista Martín Garrido Gómez
en este texto que tituló Carlos Gámez de Francisco y el don de la pintura
Carlos Gámez de Francisco es muy joven (nació en Holguín en 1987) y se inició en el arte de forma autodidacta. Me temo que por algún tiempo todavía tendrá que afrontar los prejuicios que ambos factores despiertan en muchas personas. El remedio, sin embargo, está a la mano: tiempo, trabajo y ambición, dejando a un lado el tema talento, que en este caso se presupone, pues de lo contrario, no estaríamos escribiendo estas palabras.
la mayoría de los niños, Carlos Gámez hacía garabatos en cuanta superficie plana encontraba a mano, incluidos los libros de texto y las libretas de trabajo de su padre. Pero sólo a partir de los 16 años comenzó a pensar en la pintura una posible profesión, por el amplio campo que ofrecía a su imaginación. Atrás quedaban los estudios de danza en la Escuela Vocacional de Arte y el paulatino acercamiento a un grupo de jóvenes pintores holguineros que fueron, pese a su juventud, sus primeros maestros en la disciplina. De cada uno de ellos tomó algo: de Julio César Rodríguez, la seriedad ante el trabajo; de Miguel Ángel Salvó y Enrique Báster, el dominio de la técnica; de Freddy García, la necesidad de superación cultural, y de Harry Ruiz, el proceso de concepción de la obra en sí. Por otro lado, su campo de preferencias en el mundo de la pintura era, de por sí, muy amplio y abarcaba desde los pintores renacentistas y los clásicos rusos hasta la estampa japonesa, el expresionismo y el arte gráfico en general, de Toulouse-Lautrec a la estética de las revistas comerciales.
Con toda esta herencia a cuestas, Carlos Gámez comenzó a luchar por ser él mismo, pero sin negar lo que había recibido. Sus obras son el testimonio de esta batalla silenciosa que comienza con cada nueva propuesta. Las influencias están ahí, pero cada vez más subordinadas a los intereses del creador, y estos intereses, siendo muy variados, giran una y otra vez en torno a ciertos estereotipos de la conducta humana que despiertan en él una curiosidad casi morbosa. Con sus obras, Gámez de Francisco se nos revela un novel psicólogo, con tintes de sociólogo, que escarba sin piedad y sin escrúpulos en nuestros más íntimos secretos. Tal vez por la total sinceridad de su autor estas piezas resulten tan impactantes. Dejando a un lado la calidad formal, sobre todo en las acuarelas, y ciertas extravagancias en la concepción de las piezas en sí misma, lo que más atrae en ellas es su lucidez irónica a la hora de enjuiciar el esquematismo con que a veces se enfocan las actitudes humanas. De ahí su cercanía a la estética expresionista, en especial a la alemana de principios siglo XX. Estas figuras descoyuntadas, esperpénticas, que parecen escapar a las leyes de la razón, de la física y la biología, no son más que nuestros alter egos, monstruos por lo general amables, pero monstruos al fin. Así nos ve el pintor, y así se ve a sí mismo, con ese amaneramiento irónico que le es tan sustancial y que, al parecer, le sirve para intentar desmitificar la realidad que le rodea.
A estas alturas, resulta difícil predecir qué caminos seguirá la obra de nuestro joven pintor en los próximos años. Su rica imaginación, la complejidad de su pensamiento, unido a su facilidad para dominar la técnica y a su terca autodisciplina, parecen condenarlo al éxito. Pero, en definitivas, lo único que nos atrevemos a afirmar es que Carlos Gámez de Francisco tiene ese algo difícil de definir que individualiza la obra de un determinado creador, ese algo sutil que marca la diferencia entre el éxito y el fracaso, y que nosotros, a falta de un término más preciso, podríamos denominar como el don de la pintura.