Nada mejor para definir esta obra que el poema de Salvador Pliego, en tu honor y en el de tu obra, en el del poeta y en el de todos los mineros del mundo…. LEON …………Llegará la luz, obreros, y cavaremos nichos de sonrisas con sus manos. Y ya en plena euforia, la tierra ofertará sus joyas en el semblante cristalino de sus talles. Mándenme sus ojos, su puerta al mundo, el crucifijo del barro y socavones. Mas, como un niño llegará la luz; la arrullaremos. Y en un zarape de tizne, hierro y sumidero, brotarán hacia arriba vuestros hombros, y los nuestros, desde abajo, empujando, abrazándonos… aún llorando. ¡Hay oro en Copiapó! ¡Hay oro! Todo el mundo lo escuchó y los chilenos salieron a las calles. No se había escuchado un grito reciente tan rotundo en Chile en varias décadas. Sólo había memoria de aquel que sacudió a La Moneda y dejó una proclama en la emisora: “la historia es nuestra…”. Pero la historia no escuchó ni dijo nada. Se hizo sorda y apática, se volvió indolente y se petrificó en la desidia. En aquel entonces, los chilenos se fueron a los socavones, a las minas, a los túneles oscuros; se fueron a indagar por qué el hombre y por qué a ellos y de quién o quiénes había que resguardarse. Aún las llamas, las alpacas, los cóndores, los pingüinos se fueron a lo más profundo a cubrirse: había que esperar y dejar pasar el tiempo. Había que esperar de nuevo. En agosto 22 del 2010, se escuchó nuevamente un grito: ¡Hay oro en San José!… ¡Hay oro en San José!… Todo el mundo alzó la vista y templó el oído: ¡Hay oro en San José!… Los chilenos se arremangaron las mangas y salieron al mismo polvo para rasgarle con los dedos, para escarbar con sus uñas, para arrancar con sus yemas cobre, minerales, rocas, temperaturas, gases, sedimentos. Las campanas retumbaron en cada esquina y los sonidos volaron al oriente, a la vieja Europa, a los más fríos glaciares, a la muralla o al África felina. Había que asegurarlo, y ese 22 de agosto lo gritaron: ¡Es oro!… ¡Es oro!… ¡Hay oro en San José!… Cada chileno sacó un pico o una pala. Los que no encontraron herramientas se fueron con sus manos llenas de esperanza. Pero ahí estaba el oro: Florencio; ahí estaba el oro: Darío, Mario, Franklin; ahí estaban las pepitas: Víctor, Jimmy, Omar, Ariel, Pedro, Samuel, Renán… Y todo el pueblo fue gritando: ¡Hay oro!… ¡Hay oro!… Lo escuchamos lejos, ¡muy lejos! Tan lejos que nosotros mismos nos arremangamos las mangas sin estar presentes. Había oro y había que sacarlo. Había que penetrar a las entrañas y extraerlo. Había que mostrar al mundo el valor del hombre. Nos enrollamos el corazón, lo extendimos en las manos, y nos fuimos a la tierra a escarbarle. Decidme cuántas y cuántas joyas si ese día se contaban por millares. Cada ojo brillaba contemplando. Cada cerro destellaba y se volteaba a mirarlos. ¡Y salieron!… Uno, y treinta y tres; ¡Chi, Chi, Chi! ¡Le, Le, Le! Treinta y tres y uno; tres y uno… tres y tres… tres y el mundo. Tenían nuestras manos en sus manos. Tenían nuestros rostros en sus rostros. Las sirenas en el túnel reventaron bocamina. Había gemas hilarantes donde sea. No, yo no lloré: eran las piedras y los ojos; eran las sedimentarias rocas y los ojos; eran los metales en bruto y mis ojos; eran los treinta y tres que estaban en mis ojos; eran los mineros sacudiéndose en mis ojos; eran ellos desempolvándose en mis ojos; eran mis lágrimas llorando en mis ojos. Voy a hablarles del amor, donde he nacido: soy como el minero que a la roca besa y se va en suspiros; que baja al corazón, que escarba a oír latidos, que saca de los pozos los más genuinos brillos. Yo encuentro un labio enterrado y lo extraigo a pulirlo. Al testero más quebrado le acaricio. Al túnel más oscuro le alumbro y lo hago mío. Y cuando miro el sol, descuajo los quilates, los beso, y a la vida le sonrío. Salvador Pliego |