Mercedes Urda
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Verdad y mentira del Arte Contemporáneo

14 de Diciembre del 2008 a las 01:31:44 0 Leído (626)


En el ámbito de la creación artística las nociones de verdad y mentira no se oponen necesariamente, como podría suceder en el ámbito de la ciencia o de la política, sino que antes bien son solidarias y complementarias. Esto lo expresó lúcidamente Adorno en su ensayo Mínima moralia, escrito poco después de finalizar la II Guerra Mundial: “el arte es magia liberada de la mentira de ser verdad”. Es decir, se trata de producir una verdad-mentira propia que permita ampliar nuestra experiencia del mundo y de la vida, y también nuestros imaginarios a lo nuevo y diferente. Esa fértil paradoja es la que recrea una y otra vez la práctica artística. Tal es el desorden que introduce en el orden del sentido informado por una lógica racional. Las artes son un formidable laboratorio antropológico para ejercitar nuestra libre imaginación y nuestra sensibilidad tanto en el momento de la invención de nuevas formas y realidades como en el momento de la experiencia estética y la interpretación. Desde ese perspectiva las artes procuran un saber, una potencia cognitiva que se rige por un entorno de valores diferentes (y complementarios) al de la ciencia.

Picasso afirmó que “a menudo he utilizado pedazos de periódico para mis collages de papel, pero no para confeccionar un periódico”. Así debiera entenderse la cuestión. La apropiación de lo real no equivale a su cabal representación, pues conlleva un desplazamiento del sentido y una apertura que depende del acto constructivo, o de la específica mediación simbólica que entre en juego para el creador y para cada receptor. Claro que, sabido es, una buena parte del arte en todas las épocas, se ha limitado a imitar o representar lo ya conocido o experimentado; y ha transmitido la idea según la cual el arte representa la realidad, a veces de forma idealizada. Esto era defendido por Aristóteles o también, en otro contexto, por algunas poéticas barrocas: ambas concepciones concebían la finalidad del arte como imitación, mímesis de las acciones humanas y la naturaleza, pero no tal como se perciben sino como deberían ser conforme a determinados cánones o valores. Esta posición se ha expresado en su deriva más extremadamente “naturalista” en un apogeo sublimante de la realidad a través del artificio y el ingenio. Mas, en última instancia, no deja de producir una verdad artificial, es decir, una mentira que juega a imponer un efecto de verdad.

En mi opinión, las aportaciones más relevantes han venido de la imaginación creadora de aquellos artistas que han expresado una “verdad” entendida como movimiento que inauguraba una brecha nueva de sentido y de interrogación. Verdad entonces de creación, o de revelación de algo nuevo, y no tanto de adecuación a lo conocido; o, si se prefiere, esa verdad es una “mentira” que simboliza un saber no discursivo, una extrañeza propia, que juega de modo plural a construir su propia verdad desde la sensibilidad, las emociones y el pensamiento. Eso hicieron las vanguardias históricas en sus diferentes expresiones, o las neovanguardias de los años sesenta. Duchamp, con sus ready mades amplió el ámbito de cierta verdad heredada de lo que se consideraba arte —la que privilegiaba la mirada delectante basada en valores de belleza, propios de determinadas producciones humanas— a la mirada conceptual que inviste de nuevo valor, en este caso “artístico”, a un objeto no-artístico que pudiera equivaler a un objeto portador de una “mentira” artística. Magritte, por ejemplo, al pintar su célebre cuadro Çeci n’est pas une pipe ironizaba sobre la verdad y mentira que enunciaban los modos de representación artística. En nuestro contexto, Vicente Ameztoy fue un lúcido creador que metamorfoseaba las categorías de verdad o mentira desde su fuga simbólica y fantástica aunque para ello se valiera de una precisa composición de efecto naturalista. Nada es lo que parece, y menos en el arte. Así es la cosa.

Un tópico muy extendido en la situación actual viene a decir que la “mentira”, en el sentido de impostura o simulacro, viene a ser dominante en la escena del arte contemporáneo. Ese lugar común se contrapone a otro que postula cierta nostalgia por las “buenas formas” del arte clásico o del moderno, donde el idea de belleza se aliaba a cierto ideal de verdad. Pero de esa pregunta se infiere otra, ¿verdades y mentiras en relación a qué? ¿A la buena correspondencia entre las elecciones formales y los supuestos contenidos? Ha primado una determinada concepción idealista que consignaba una idea de verdad esencial a la justa correspondencia entre una forma artística y un contenido. Pero, dado que no existe un sentido unívoco, oculto o permanente, sobre el mundo que las artes pudieran desvelar, sino que hay para cada ocasión un ejercicio de invención y producción de otras significaciones —y que cada receptor puede recrear o alterar—, vuelvo a señalar que la cuestión de la mentira es irrelevante. No obstante, parece subyacer en esa pregunta una impugnación muy genérica al arte contemporáneo. Esto me parece incorrecto: es demasiado plural y diverso como para meter a todas las propuestas en ese saco falso. Con todo, si considero que hay una modalidad de mentira que relaciono con la creciente emergencia de obras insignificantes, pero que se exponen con cierta pretenciosidad, vanguardista o canónica poco importa; o en otras ocasiones hay obras descaradamente cínicas y espectaculares que parecieran transgredir lo heredado o lo conocido sin ninguna densidad poiética, reflexiva o imaginativa. Pero esta impostura también acontecía en otras épocas. De alguna manera, cabría identificar una especie de mentira en el arte en la pérdida de significancia, o en las propuestas más banales. Pero en esta dimensión topamos con el problema del relativismo de los valores, y con la cuestión de quién puede legitimar críticamente esa distinción entre obras relevantes y mediocres o banales.

Otra cuestión asociada a este debate es ese otro lugar común en nuestro tiempo que refiere la brecha creciente entre el arte contemporáneo y los públicos. El arte auténticamente transgresor e innovador ha tenido siempre una relación paradójica con los públicos de su tiempo, por cuanto lo ha cuestionado al tiempo que lo ha proyectado hacia al futuro, y le ha suscitado nuevos imaginarios y modos de exploración del mundo. Pero, debe reconocerse, que la radical pluralidad de prácticas artísticas, el relativismo hegemónico en relación a géneros y tradiciones, así como las dinámicas que disuelvan las convenciones heredadas sobre lo qué es arte y lo que no es, ha generado una confusión y en ocasiones un distanciamiento mayor entre la creación contemporánea y los públicos. Sin embargo, encontramos un nueva paradoja, nunca han existido tantas mediaciones (museos, centros, reseñas de exposiciones, publicaciones,...) entre las propuestas y los públicos potenciales. Si reconocemos que sobre todo en el arte no hay criterios estéticos universales, sino que tienen una dimensión local y relativa ya que están condicionados a un contexto socialhistórico, siempre se darán esos estratos de simpatías o rechazos, o de minorías que conectan mejor con unas prácticas que con otras. Ciertamente, la creación actual ha disuelto los límites tradicionales entre el arte y el no-arte, lo cual ha generado cierto rechazo y confusión en los públicos menos informados o más desconectados de las prácticas artísticas contemporáneas. Cada elección artística de algún modo inventa su público actual o futuro.

La dispersión de poéticas en juego y la posibilidad del arte para inventar sus propias reglas y claves, provoca a veces también una dificultad nueva para la mediación crítica y especializada. Pero no se trata de buscar excusas o limites en el diálogo interpretativo, sino de poner en diálogo o en colisión sensibilidades o inteligencias creativas dispares. A veces topamos con propuestas de un hermetismo brutal, que nos dejan mudos; otras veces, basta que nos perturben lo suficiente para que la interrogación se active aunque no lleguemos a respuestas claras; y en ocasiones, la transparencia de las obras es tan literal que empobrece nuestra mirada. Cada cual debe educar e informar sus capacidad de comprensión, aún sabiendo que siempre habrá sentidos que se nos escapan; como, por otro lado, sucede también en el momento de la creación. El azar y lo enigmático forman parte de esa relación, sin que conduzca necesariamente al divorcio entre el artista y su productor asociado, la recepción cómplice. Así, las buenas obras nos llevan a preguntas nuevas cuya respuestas no agotan lo imaginable o lo experimentable. Hay veces donde los modos de exposición limitan esa relación o la complican, por ello convendría repensar esos recursos pedagógicos o cognitivos.

Fernando Golvano



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