Por Antonio Gallero
06 de Febrero del 2009 a las 00:37:57 0 Leído (588)
Curvada el alma, las olas tranquilas amanecen en tu orilla de siempre. Despliega el poderoso horizonte su franja bermellón y malva. La ciudad duerme sobre el agua. Canta un único ruiseñor sus pigmentos de suave ocarina.
Allí, junto al paseo, en un tercer piso con azotea, allí una ventana abierta por donde entra la luz como un ángel transparente, allí un caballete, sobre él una tabla, mares de óleo sobre la tabla, y frente al cuadro, un hombre. Su mirada azul llega tan lejos que es nómada en el Sáhara y al cabo marinero en tierra. Y es azul su idea, que desborda el vaso y se traduce en tubo de ola gigante.
Las primeras gaviotas otean su desayuno, suenan las escobas y mangueras por la avenida, la excavadora sobre la playa, algunas ruedas de bicis madrugadoras. Pero el sol y el hombre azul permanecen absortos en su oficio, y con urgente paciencia templan guitarras mágicas, semicorcheas recicladas que curen el corazón de un niño.
Diminuto en su ego, agazapado tras la exagerada mochila y el flequillo inmensa su angustia, se queda un instante frente al cuadro. Una débil esperanza va asomando al borde de sus párpados mientras mira; ya está atrapado: bucea, vuela, sueña, vive, siente, se atreve, crece, salta. Escala la alegría por sus cuatro costados.
El submarino amarillo lo elevó a su nube. La alada bicicleta despertó los abrazos maternales. El río fluyó por sus venas, con todas sus pinceladas cosquilleantes como mariposas hacia su estómago. El patito de goma y la esponja de aquel primer baño tras su llegada al mundo.
Tras la ventana abierta, el sol y el hombre siguen, ajenos a todo, esbozando el todo y la nada. Y tan azul es su mirada, que la primera luz del día los envuelve en un beso.
Clara Martínez Mesa
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