Susana Wildner Fox
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Deja correr el agua

16 de Abril del 2008 a las 06:55:49 0 Leído (681)

CUENTO
DEJA CORRER EL AGUA




La mujer se acercó al río con paso decidido. Llevaba sobre su espalda tres odres de cuero, vacíos, los que llenaría con el agua que necesitaban para pasar un día más.



El agua allí era la razón de la existencia de todo y de todos, desde los árboles que repartían su verdor en las orillas del río, pasando por los animales que concurrían a beber todas las madrugadas, hasta los hombres, mujeres y niños que no hubieran podido sobrevivir más que un par de días sin ella.



Disfrutaban con pasión su espacio cerca del agua. No tan cerca como para quedar expuestos a las inundaciones anuales ni tan lejos como para apartarse de la sombra reparadora de los árboles.



Llegó a la orilla y caminó un par de pasos en la corriente, sintiendo el agua fresca entre sus piernas curtidas por el sol. Parada allí sobre el fondo de arena dejó caer los odres vacíos sobre la superficie ondulante y los hundió hasta que se llenaron, y repletos como estaban, los cargó a la espalda y emprendió el camino hasta la casa, esta vez a paso lento.



Iba contenta, hoy cocinaría para su marido y sus hijos, llenaría los cuencos vacíos reservados para el agua para beber ellos y los animales, y con el agua sobrante lavaría al niño más pequeño.



Las tareas de la casa le llevaban todo su tiempo. Se despertaba antes que todos, atenta a la respiración de los que dormían. Desde el amanecer hasta caída la noche se dedicaba a cuidarlos, a preparar sus comidas, a reparar sus vestidos, a jugar con los más pequeños, a enseñar a cocinar a las niñas, a atender a los ancianos. Daba de comer a los animales, cosechaba los frutos diarios de la huerta que iría a regar a la noche con el agua trabajosamente acarreada desde el río.



Agradecía a los dioses de la espesura su suerte. Era feliz allí. En su casa, era la reina. Sus hijos y sus animales la obedecían y el marido atendía a sus razones o a alguna furtiva lágrima. Su mundo era pequeño, pero conocido, impredecible pero afectuoso. No lo hubiera cambiado por nada. Se sentía sostenida por una trama invisible pero sólida en la que ella era el centro y donde asumía la responsabilidad principal de cohesionar ese grupo pequeño que era su familia.



Con esos pensamientos en su mente bajaba todos los días al río generoso para buscar el agua que era la savia que mantenía esa célula.



Una mañana, al llegar, notó algo distinto. La ribera había retrocedido un par de metros. Y al otro día, estaba otro par de metros más allá.



Desconcertada, no sabía qué hacer. Miró río arriba y río abajo, y no vio ni oyó nada. De repente, obedeciendo a un impulso súbito, se dirigió cautelosamente río arriba, bordeando la playa.



Luego de un par de horas de caminata sintió primero el ruido y luego los vió. Un grupo de máquinas humeantes descargaba tierra y piedras de unos camiones y las arrojaba en el curso del río, cuyo caudal ahora se dividía entre el antiguo cauce y un canal nuevo, a todas luces recientemente construido.



Estuvo mirando un rato sin ser vista, y luego regresó. Cuando llegó a la altura de su casa vio que la ribera había retrocedido aún más. Ahora entre la antigua playa de arena blanca y el agua se extendía una franja barrosa que bordeaba la nueva línea del agua.



Se sentó en el borde, consternada. Su mundo estaba gravemente amenazado, y no sabía bien qué hacer. De repente, creyó advertir un brillo inesperado en el agua vecina a la orilla. Se acercó hundiéndose en el barro y vió que de la bajante sobresalía un cofre de madera. Intentó agarrarlo y descubrió que estaba semienterrado en el lodo y que era muy pesado. Como pudo lo arrastró hasta la playa y sin poco esfuerzo, logró abrirlo. Estaba lleno de monedas, al parecer antiguas, al parecer de oro.



La desgracia se había convertido en fortuna. Ahora serían ricos, y podrían tener de todo!



Si, ropa nueva para todos, una radio, un televisor, un camioncito para ir al pueblo, un pozo con motor para extraer el agua y evitar la fatiga diaria de acarrearla. Los niños podrían ir a la escuela para instruirse y buscar nuevos horizontes en las ciudades. Las niñas podrían ir al pueblo los fines de semana a los bailes del club. Incluso hasta contratar una mucama para que cuide a los abuelos y una cocinera para que prepare la comida los mediodías.



Cuidaría la plata para que le dure, tal vez lo mejor sería ponerla en un Banco, para evitar que la roben, la casa no era segura, si ni llave tenía. En realidad sería mejor mudarse a otra comarca donde nadie los conociera y empezar de nuevo una vida mas acomodada, rodeados esta vez de lujos y con tiempo libre para que toda la familia pueda gozar un poco.



Se imaginó viviendo en la ciudad donde nadie los conocía, con personal de servicio que hiciera todo, los niños hechos hombres exitosos con su vida armada en ciudades más importantes, las niñas casadas con maridos más exitosos aún, y también lejos de casa.



Ató el burro y cargó el cofre.



Fue directo a la obra río arriba. Cuando llegó pidió hablar con el Encargado, le dio el cofre con todo su contenido y le dijo solamente esto: deja correr el agua.



Felices los que temen al Señor y siguen sus caminos. Comerán del trabajo de sus manos y eso será su fortuna y su dicha.



Salmo 128, 1-2





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