Aunque su carrera profesional no se inició hasta finales de los ochenta, Rosario Clavarana fue una pintora precoz; era todavía una niña cuando comenzó a dibujar con talento y soltura inusuales para su edad. Aquella temprana fascinación convirtió las clases de dibujo de sus años de bachiller en la actividad más sugerente y deseada de la agotadora jornada académica. No asistió a ningún centro especializado en el que crecer como artista, ni tuvo el privilegio de un maestro que orientara sus excepcionales cualidades. Una apasionada curiosidad por conocer la obra de los grandes de la pintura y los secretos de sus paletas fue ese imaginario taller en el que las dotes infantiles se forjaron en una realidad más madura y sólida. Sus estudios -tan distantes de su vocación- no erosionaron el firme deseo de seguir pintando, y con dieciséis años se enfrentó, en solitario, a desentrañar los secretos de la técnica del óleo. En estos años, su actividad artística apenas sale del círculo familiar y Rosario todavía no se plantea otra cosa que no sea pintar lo que le gusta.
Los veintitrés años abren su vida a un nuevo horizonte, casada con el pintor José María Carrasco Jimeno, afincado en Murcia, se traslada a la ciudad levantina ; allí vivió hasta el fallecimiento de su esposo en 1988.
Fueron, confiesa, años felices compartidos -en lo personal y pictórico- con un artista que ha dejado en aquel ámbito una importante obra y admirado recuerdo. En aquel añorado hogar nacieron sus tres hijos y, además, tuvo la oportunidad de seguir viviendo la pintura en primera persona; respirando día a día todo lo que es consustancial al pintor. Conscientemente, en esos dieciséis años no asumió ningún protagonismo como artista; su vocación y su arte siguieron en la privacidad de la intimidad familiar.
Tras la muerte de su marido, Rosario Clavarana regresó a Granada para emprender una nueva andadura individual; sus conocimientos como Técnico en Empresas Turísticas, título que alcanzó antes de trasladarse a Murcia, le han permitido, tras otras actividades profesionales, acceder al mundo de la empresa de comunicación, donde actualmente trabaja. Y, lo que es más importante, a partir de 1988 iniciar de manera firme su carrera como pintora en ejercicio. Desde esa fecha, su versatilidad creadora ha alumbrado óleos de muy diverso carácter figurativo: paisajes, bodegones, marinas…; aunque el género que le es más inherente y en el que ha producido las obras más relevantes y sugestivas es el retrato; con una importante dedicación desde 1999 al retrato institucional.
La pintora, rasgos intrínsecos
Contemplando la calidad técnica y el virtuosismo pictórico que presiden los óleos de Rosario Clavarana cuesta aceptar que todos aquellos recursos que hacen su paleta solvente y madura procedan, de manera absoluta, de una experiencia autodidacta; y, sin embargo, ahondando en su trayectoria hemos de concluir que, esencialmente, puede ser así. Como antes indiqué, no tuvo la oportunidad de modelar su talento en una Escuela o Facultad de Bellas Artes, ni un maestro que fuera consejo y referencia en los estadios iniciáticos. Sólo los años compartidos con su marido, el pintor José María Carrasco, pudieron impregnarla de aquellos saberes que, de la forma más sutil, dimanan de la contemplación creativa e intercambio de pareceres en torno al trabajo cotidiano de un artista maduro y en plenitud. Estoy seguro que, sin pretenderlo, aquel magisterio recibido desde la admiración y el amor dejó huella en la pintora.
Retratos
El retrato es, sin duda, el género más singular en la pintura de Rosario Clavarana, con el que más se identifica y donde sus cualidades artísticas alcanzan mayor vigor, soltura y brillantez. En su trayectoria reciente, un buen elenco de retratos de personajes pertenecientes a instituciones políticas y universitarias, del mundo empresarial, particulares y algunos familiares rubrican sus extraordinarias dotes y capacidades para pintar el ser humano desde la óptica de un realismo reposado y lleno de equilibrio capaz, además, de hacer emerger -con gran sutileza- los más relevantes rasgos y cualidades individuales que caracterizan a sus modelos. Es, como ha manifestado alguna vez, una pintura en positivo; una actitud que le incita a encontrarse con lo mejor de cada personaje. La pintora no interfiere, enmascara o altera lo esencial; con un respeto escrupuloso a la singularidad, ilumina los rasgos humanos de sus modelos con sutiles matices dimanados de la percepción de sus valores anímicos.
Los retratos del fiscal Luis Portero, el empresario Antonio Salas, los profesores José Miguel Zugaldía, Rosario de la Torre y Fernando Martínez o el de Maritxell Salazar son, entre otros, muestra inequívoca de todo lo argumentado y evidencia, además, de una inteligente versatilidad de planteamientos y ambientaciones en la resolución compositivo-figurativa del retrato.
Paisajes urbanos
Los pinceles de la artista han dado vida figurativa también a un ciclo de sugestivos paisajes urbanos, ámbitos representativos de esa Granada que es patrimonio de la humanidad: La rotonda-cabecera de la catedral vista desde la Gran Vía, sin duda su contemplación más hermosa; el grandioso Recinto nazarí, con Sierra Nevada como inconmensurable telón de fondo; Plaza Nueva engalanada con la fachada manierista de la Chancillería y la Iglesia de San Gil y Santa Ana, sus referentes monumentales más emblemáticos; o la Carrera del Darro, una vieja arteria urbana caprichosamente jalonada de vetustos palacetes y caserones que se asoman al curso del río. En todos ellos, la pintora ha evocado -con virtuosismo técnico, mimo y sensibilidad- la esencia del ánima de Granada.
Bodegones
La vocación hacia el realismo le llevó también al bodegón, un género que la pintora interpreta desde un prisma de extraordinaria cercanía, sencillez y elegancia; sus lienzos, ricos en sutilezas, soslayan lo vulgar sustentados en una refinada recreación del natural; las monocromías-fondo, tan usuales en sus bodegones, incentivan la cercanía de los motivos figurados. Rasgos, en síntesis, que están en la génesis y ejecución de obras tan sugestivas como: Ramo de lirios blancos, estilizado manifiesto de hermosa fragilidad; Mimbre con margaritas, etérea apropiación del espacio; Granadas, vigoroso reclamo cromático sobre el blanco del mantel; o Cobre con caléndulas, armónico compendio dorado-amarillo impactado por la reverberación lumínica de la bruñida jarra de metal.
Antonio Calvo Castellón